Cementerio General | El primer y último lugar de reposo laico y republicano

3 de enero de 2022

A doscientos años de la iniciativa de Bernardo O’Higgins de crear el Cementerio General, en Casa Museo Eduardo Frei Montalva queremos recordar cómo fue el inicio de esta obra.


Cementerio General desde avenida La Paz, comuna de Recoleta, Santiago de Chile. Archivo fotográfico CMEFM

En el siglo XVIII existía una norma, conocida como las “Siete Partidas”, que regulaba quiénes y cómo recibían sepultura. En esos años, el tema de la muerte y sus ritos eran exclusivos de la Iglesia Católica y con la cercanía que había entre la Iglesia y las monarquías europeas en general, estas reglas llegaban a las colonias que fueron conquistadas por estos países.

Las personas que recibían sepultura solían ser reyes, reinas, sus hijos e hijas, el clérigo, autoridades que hubiesen llevado una vida honorable y digna, y sus restos eran enterrados en territorios cercanos a las iglesias, dando una sensación de alivio a los deudos, ya que tenían otro respaldo que les aseguraba la salvación de sus almas.

Pero con el tiempo, en Chile y específicamente en Santiago, donde hoy está el Cementerio General, las normas fueron transgredidas. Las personas más adineradas pagaban grandes sumas para enterrar a sus familiares cerca de las iglesias y en el proceso del velorio se podía ver un gran despliegue y ostentación. También existió una figura llamativa en el rito fúnebre, las lloronas, mujeres pagadas para que lloraran con gran dolor a la persona que habían fallecido. Y todo esto no solo con el fin de asegurar la bondad de la persona que había muerto y tener otro punto para la salvación de su alma, sino también para diferenciarse de sus pares dentro de la sociedad.

La primera medida que se trató de tomar, frente a lo anterior, fue antes de la Independencia. Ambrosio O’Higgins en 1793 se decretó la moderación en los lutos y los ritos fúnebres. A lo que poco caso se hizo. Los familiares de los fallecidos continuaban pagando grandes sumas para asegurar la sepultura en terreno santo.

Con el tiempo, las autoridades de la nación notaron los problemas de higiene que podía tener esa situación, además de que un número no menor de la población no recibía una sepultura acorde a la norma católica, ya que eran disidentes, o pobres, o no profesaban la religión, o eran ajusticiados por algún delito.

En el caso de los últimos, estos eran enterrados en el cerro Santa Lucía en la parte rocosa. En cambio, los pobres, que eran ayudados por la caridad civil, recibían sepultura en lo que hoy conocemos como las calles Santa Rosa y 21 de mayo.

El problema que se presentó frente a la alta demanda de entierros en las iglesias es que al estar cerca de zonas urbanizadas, había mal olor y la posibilidad de propagación de enfermedades e infecciones. En el día a día, el clérigo debía ventilar por horas el recinto para poder hacer las misas, y con el tiempo y la remoción de tierra al tener que encontrar nuevos lugares para los enterrados, ya que tampoco se sabía en qué lugar exacto estaba el difunto.

Fue en 1821 cuando Bernardo O´Higgins decidió sacar un decreto universal y de esta forma, regular la sepultura para todos los compatriotas, para que ésta no se viese impedida por la religión, por ejemplo, con la idea de que todas las personas fueran iguales frente a este suceso.

El lugar elegido fue lo que hoy conocemos como Recoleta y donde actualmente está el Cementerio General. Los rasgos positivos de ubicar ahí el camposanto fueron la lejanía con la zona más urbanizada, pero aun así la posibilidad de acercarse a esta en carros por medio de un acceso que hoy conocemos como Avenida La Paz; también cómo favorecían las corrientes de aire, para que el olor no llegara al casco urbano. Además, estaba cerca del Cerro Blanco, de donde se solía sacar material para la construcción[1] y en este caso también se haría de esa manera, abaratando los costos.

A pesar de que desde 1821 se decretó este lugar como el primer cementerio extramuros y republicano, no estuvo exento de polémicas y demoras para su inauguración.

La Iglesia Católica, constantemente, fue oposición para cualquier cambio que pudiese hacerse respecto a este tema. Era una forma en la que el Estado le quitaba autoridad a la institución y argumentaban que cualquiera de estos cambios llevaría a una pérdida de la moral.

Finalmente, y con algunos problemas económicos para continuar la construcción, recién en 1871, 50 años después, se inauguró el Cementerio General.

Uno de los primeros cambios que se hicieron fue el traslado de algunos restos de las personas que aún estaban en el Cerro Santa Lucía. El intendente Benjamín Vicuña Mackenna preparó toda una remodelación para ese espacio, y en la remoción del terreno aparecieron los restos. Como señal de respeto, el intendente rescató algunos de estos, los envió al nuevo cementerio y mandó a hacer una lápida que recuerda a todos los que estuvieron enterrados ahí durante más de medio siglo.

Al pasar de los años y antes de terminar el siglo XIX, los problemas, nuevamente, no se hicieron esperar. Ya había poco terreno para seguir con las inhumaciones. Por lo que el administrador de la época, Manuel Arriarán, vio la posibilidad de comprar algún terreno próximo al Cementerio General. Se adquirió un lugar conocido como la chacra de Limay.

Gracias a esa expansión, se construyó una capilla nueva, nuevas calles, hubo un ordenamiento de las sepulturas y mausoleos, que familias adineradas mandaron a hacer.

Con el tiempo y gracias a estas prácticas, el Cementerio General empezó a tener una especie de “orden de barrios”, para poder ver dónde estaban las grandes familias, los personajes conocidos y también las personas comunes. Algo que de alguna manera se mantiene hasta el día de hoy, ya que muestra dónde están esos personajes que trascendieron a la historia de nuestro país.

En la actualidad, este espacio tiene un valor incalculable, porque no solo cumple con su principal objetivo, ser el camposanto de la Región Metropolitana, sino también por su variedad de actividades que promueven el acercamiento a este lugar no solo desde la pena y la pérdida, si no como otro espacio de memoria que nos cuenta la historia de nuestra ciudad, sus costumbres y cultura en general respecto a este rito, el último que protagonizamos.


Referencias


[1] Por ejemplo como se hizo con dos reconstrucciones de la Catedral de Santiago.


 

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